Tres años había sido suficiente. Tres años fueron los que ella había estado demasiado pendiente de él. El se había transformado en una obsesión.
Ella era perfecta en todo sentido. Sabía bailar, sabía cantar, sabía actuar, sabía querer, sabía ser ella. Sabía vestirse bien, sabía el inglés a la perfección, sabía ser amiga, sabía todo.
Se sentía tan segura de sí misma… Ella dominaba el mundo que la rodeaba. Era la emperatriz. La reina madre. Sentía el mundo a sus pies y le divertía jugar con él, tal cual Chaplin lo hacía en aquella famosa escena de “El gran dictador”.
Era fuerte, determinada, vivaz y audaz, pero tenía ese toque naive que era, ni más ni menos, que la expresión de su rostro blanco encabezado por dos ojos profundos y penetrantes. Era buena. Demasiado.
Era buena y por eso soportaba cosas que no debía. Cristo cargaba su cruz y ella también. No era justo.
Él era su cruz, él y la otra. Esa otra que tan mal le caía. Esa otra que le provocaba rechazo y bronca y ¿celos tal vez?...
Yo la veía en el quincho riendo, pretendiendo que todo estaba bien. Aparentaba una increíble fortaleza mental, daba la impresión de que su espíritu no se quebraba nunca. Muchas veces me preguntaba que pasaría por su cabeza al verlo a él, tan estúpido como era, pasearse por delante de sus ojos marrones. Otras veces me intrigaba saber que pensaría al ver a la otra seducirlo constantemente. ¿Como se sentiría ella al escuchar a la otra pronunciar el nombre de SU dios permanentemente? ¿No lo decía de una manera que infundía asco? ¿No parecía acaso una puta? ¿No sentía nauseas al ver como él caía en las dulces trampas de la otra?
Tener a la otra cerca es como oler naranjas quemadas. Desagradable.
¿Cómo era que ella aguantaba tanto? ¿Cómo era que no le decía nada?
¿Era ella verdaderamente así? ¿Era ella tan tolerante como parecía? ¿Era tan paciente?
No. Definitivamente no.
Su cuerpo y su mente no podían aguantar más nada. Más nada que se relacionara con él y mucho menos con la otra. Ella se sentía molesta cada vez que la veía. Se irritaba, deseaba irse, o mejor dicho deseaba que la otra se fuera. Que se fuera de su vida para siempre, eso quería. A veces deseaba nunca haberla conocido… ¿Quién iba a imaginar que la otra iba a jugar con sus sentimientos de tal manera? ¿Cómo era capaz?
Ella era la reina, no la otra. La otra era nadie. Por ende, la otra no tenía derecho a él. Ella era la única capaz de amarlo. Lo había amado en cuasi secreto por tres años. Tres años en los cuales se sentía idiota. Idiota como sinónimo de enamoramiento. ¡Tres años! Ella sabía bien que la otra –y todo el mundo lo sabía- no era capaz de amarlo como ella lo amaba y mucho menos por tres años. Tres años donde no hubo ningún otro hombre más que él. Él, él, él, él.
Yo se perfectamente que ella estaba realmente lastimada, demasiado dolida. Estaba segura también de que ella lloraba por él y que nadie se enteraba de su mal pasar.
Yo sabía que el mundo se le rompía en pedazos –al igual que su corazón- cada vez que pensaba en que esa noche, mientras ella lloraba, la otra estaría tocando su pecho y probando los labios a los cuales ella no tenía acceso. Era injusto, pensaba.
Si que lo era. Tres años, tres años seguidos con el mismo hombre presente cada día en su mente. Tres años. La otra lo había amado menos de un año. No, mentira, no lo había amado nunca. Se deseaban solamente. Pero este deseo era injusto. Ella no entendía porque él deseaba a esa otra mujer y no a ella. Ella, ella lo había amado por tres años…y él lo sabía. ¡Él lo sabía! ¿Quién más que ella podría amarlo como se debe? Nadie. Sólo ella podía y tenía derecho a amarlo. ¿Por que no la dejaba él demostrárselo?
Porque era estúpido. Pero ella no lo entendía – o se negaba a entenderlo y a aceptarlo- y se sentía como Floyd en la escena de “One of my turns” en The Wall.
Forget him Agnes. Just forget him.
Why would I want to see you now?To fix it up, make it up somehow?
Un día de agosto, colapsó. Ella no quería saber más ni de él ni de la otra. No los dejaría acercarse. No les dejaría invadir y bombardear su estado de felicidad, aún en pañales y tan frágil como ella. Ella decidió ser feliz.
Su cara se iluminaba cada vez que yo pronunciaba el nombre de ese otro él. Si, luego de tres años apareció otro él. Un él completamente diferente al otro él. No le importaba si el nuevo él la amaba o no, ella solo se sentía feliz por el simple hecho de saber que su mundo, ahora, era perfecto de vuelta. Ella logró romper un viejo paradigma para crear otro nuevo. Uno mejor, más puro, más sano, más bueno. Todos los patrones encajaban perfectamente en su universo hecho de sueños, canciones e ilusiones como en un rompecabezas. Cantaba las canciones más alegres. Gritaba con euforía. Se reía con ganas, comía con gusto. Estaba viva de vuelta, estaba envuelta en luz.
Tres años habían quedado atrás. Ella estaba feliz de eso. Y se le notaba. Tres años que nunca más volverían.
Hoy no mira hacia atrás. Solamente se ríe al recordar esos tres años de dependencia obstinada compulsiva hacia ese él tan poco ella. Porque sin duda alguna ese antiguo él era muy diferente a ella y por más frase armada que suene, ella era demasiado para él.
Malditos tres años, ahora son solo motivo de risa. Tres años. Tres años que ardieron en el fuego más profundo de su alma para no volver nunca más.
Ahora su verdadero él y ella eran felices. Como en los cuentos de hadas. Seguramente, y esta humilde narradora da fe de ello, sean felices por mucho más que tres años.
J. Caufield, para Agnes J.
domingo, 6 de septiembre de 2009
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