domingo, 6 de septiembre de 2009

Mister Right

Los adagios le dicen que tiene miedo, y es por eso que prefiere no escucharlos, aunque deba decir que es la falta de dinamismo que dilata sus neuronas, poniéndolo como fiera. Él miente, desde siempre, desde el momento en que alguien lo desplazó por haber confesado una pequeñísima verdad, o en que cometió algún acto socialmente tildado de extraño. Y no hablo de crímenes, no, sino de haber llevado consigo una foto de su abuela materna cuando aún no cumplía los ocho años a su aula de tercer grado en el Sagrado Corazón.
La primera vez que me mintió fue cuando hizo escapar sus ojos de los míos, con un esfuerzo inestimable, pero ése hoy no es el punto.
No recuerdo haberles contado que viajo todas las mañanas hacia la Capital con el tren y luego me dedico a hacer extrañas combinaciones de subte-subte o subte-caminata o colectivo-caminata-pisando-panfletos-de-Pino-Solanas. El camino hacia Ciencias Económicas es voluptuoso, especialmente cuando es una originaria de la vieja Zona Norte, donde el mundo fue estructurado para la muchachada motorizada de las universidades privadas. Él nunca lo hizo, conste, porque jamás pisó las baldosas mugrientas de alguna de nuestras nacionales facultades, y porque tampoco sabe lo que significa viajar apretujado en el tren hasta Retiro, y que la indiada te respire en el oído, te dedique frases melosas, apoye su miembro contra tu cartera con sacrificio comprada y, ocasionalmente, cometa alguna chanchada ensuciándola y vos, con toda tu buena predisposición, te pongas a las puteadas en alemán porque tu espíritu nacionalista no tiene mejor forma de expresarse. Él es hombre, jamás le acaecerá cosa semejante, y además, él no conoce ni las boleterías, ni las lindas agentes de policía que, con toda su femineidad, intentan a los gritos detener a la animalada que se abalanza a subirse al tren sin haber comprado su pase mágico por ochenta y cinco centavos. Él nada sabe de eso.
Esa mañana de otoño llevaba unas lindas botas de montar, un vestido en color borgoña, y una porteña combinación de chalina verde, boina francesa y cartera floreada. Me había arreglado con unas gotas del Roger Gallet que de vez en vez alguien me compra en algún Free Shop, sólo para ver más tarde al doctor Löwe, irónicamente, mi profesor de Econometría. Era uno de esos hombres encantadores, enormes, de unos maravillosos noventa kilos, no llegaba a ser quince años mayor que yo, y yo aparentaba bastante más, entonces el fantasma freudiano podía cerrar la boca, porque no tenía absolutamente nada de padre.
Nos íbamos a encontrar después de clases, y me llevaría a almorzar, como de costumbre, pescado y vino blanco, o salchichas con chukrut y cerveza. El doctor Löwe no era gastronómicamente recatado, ni mucho menos, mejor no saber sus niveles de triglicéridos, pero la equitación definitivamente lo salvaba de la muerte gula. Luego iríamos a su estudio, escucharíamos música clásica, despotricaríamos contra Krugman y Redrado, me prepararía mi Ceylon y su café negrísimo ajedrez mediante, y haríamos lo que hacen un hombre y una mujer cuando están demasiado solos, o demasiado acompañados.
Me senté a esperarlo en uno de los figones citadinos que se nutren del frío del estudiante universitario, le ofrecen por monedas una buena taza de café con leche, y las mesas son compartidas. La última vez se me sentó un rabino hediondo y no supe donde meterme, especialmente, cuando vio que estaba leyendo Werther, me echó una mirada constrictora, como si fuese a rebanarme en pedacitos y ofrecerme de sacrificio en lugar de su preciado cordero en las próximas Pascuas.
El doctor Löwe se estaba tardando, es que, estábamos en tiempos de parciales, y siempre hay algún politiquero ingrato que termina desorganizándolo todo. Pedí que me dispensaran un diario, cualesquiera, y no neutralmente apareció la columna de Feinmann ante mis ojos, que con toda mi pluralista tolerancia comencé leer, el zurdaje pedante de la Argentina contemporánea me daba dolor de ovarios cada vez que se me aproximaba, qué fue de los heroicos anarcosindicalistas, o de los viejos socialistas de la utopía paulatina, organizada. ¿Se los tragó Osvaldo Bayer con su filmografía y se los llevó consigo a la tumba? Qué tiempos aquellos no vividos, ahora solamente nos quedaba un Hermes enclenque, encerrado en una provincia inundable y empobrecida después de tantas retenciones pragmáticas.
-¡Sonia!
-¿Günther?-mis pupilas permanecieron pegadas a la hoja, como moscardones que se pasean por entre el asado de tira mordisqueado un sábado a las cuatro de la tarde, y no me tomé ni el cuidado de fijarme si verdaderamente era el doctor Löwe quien venía a mi encuentro.
-Eh, Sonia…-escuché un titubeo de reminiscencias pretéritas, algún atardecer indeciso, los huevos bien pequeños tendría, como de codorniz. Era él, sin dudas, no podría ser otro más que él.
-Ah…Lisandro.-modulé de forma tal, que comprendiera la desilusión que acababa de tragarme.
Sin embargo, él no comprendió. Seguramente se haya mentido, como es lo habitual, y a sus terminales nerviosas no haya llegado mi mensaje, sino el mensaje que Olaf haya determinado comunicar. Él se sentó frente a mí, me sonrió, como solía sonreírse cinco años atrás, cuando no pasábamos de ser buenos amigos, y se disculpó. Dijo haberse tardado porque el auto estaba teniendo problemas para arrancar y, al detenerlo para cargar combustible, luego de quince minutos pacientes algún porteño estrambótico se dignó a empujarlo –cosa inadmisible para su nato esnobismo: ¿él, conservando un auto que tuviera problemas en el burro de arranque? Me había traído unos chocolates de su viaje a Suiza, donde seguramente habría hecho algo más que asistir a congresos y simposios. Y cuando escuché el ay, Sonia, los libros que me encargaste excedían el peso permitido, ¡es una pena que no haya podido traerlos todos! Insistí en que me acompañaras pero vos y tu devoción al estudio, cuánta desfachatez, cuánto desprecio a esta vida que te sonríe…
…Freu dich des Lebens, meine liebe Sonia!-me repetía el doctor Löwe cada vez que despertaba a su lado, es que, percibía cómo bajo mi piel la sangre se espesaba, el alma se contraía incrédula: ¿y si aquel hombre amante no era más que un sueño? ¿Y si, en verdad, no había dejado de ser la niñita inocente, y de cabellos raídos, en quien ningún muchacho jamás posaría sus ojos? ¿Y si el doctor Löwe, y si sus brazos ciñéndome a sí, y si sus susurros al oído, y si sus espaldas de las que yo me aferraba, y si sus manos grandes jugando entre mis cabellos, y si sus piernas contenidas por las mías, y si su aliento bañando mi cuello con perfume de cedro, y si sus pupilas fijas en las mías a pesar de la oscuridad, y si, y si él, todo lo que él habría sido antes que cayera en sueños jamás hubo existido? ¿Y si él era sólo un sueño?
Se lo decía, que tenía miedo, de abrir mis ojos y haberlo perdido para siempre. No eran excusas para retenerlo, no, no soy ese tipo de mujer que inventan preguntas, cuando no hijos, para poseer a su hombre por algunos instantes más. Con el doctor Löwe nada de aquello era necesario: él contaba las horas que pasaba sin mí, como si dejara en su apartamento una leve brisa de piedad que lo bañaba por el resto del día, y le daba sed, una sal intrínseca que lo devoraba, lo amarraba al deseo de tenerme, como todos los martes por la tarde, porque nuestros tiempos eran acotados, y alguna vez, en algún café mezclado con besos, me dijo de acompañarlo a Ginebra, que tenía ciertos asuntos, ¿y qué le dije? Que no. ¿Le pedí algo? Sí, sí, yo… yo le había pedido las obras completas de Goethe, y algo de Grass, y Brecht, y Lessing, y Von Kleist, y Schiller, y Börchert, y…Ach, mein lieber Gott!
Aún no recuerdo si siguió hablando, o si calló, o si verdaderamente estaba allí. Terminé el artículo taciturno de Feinmann, me quité los anteojos en marco dorado, parpadeé con vehemencia, y con visión borgiana sólo me detuve en la existencia del objeto, más no en el objeto en sí. Un juego de luces me describía un contorno masculino, que mascullaba frases de sentido adverso, en algún idioma indescifrable, pues no era ni castellano ni alemán, era el idioma de mi mente, que poco entiende de tales aberraciones encasilladoras, y que proyectaba sus pupilas hacia el fondo, hacia dentro, destripándome como a insecto. La imagen se irguió, me tomó de la mano y me acompañó a seguirlo hacia fuera del figón universitario.
Otra vez la misma cosa. Luego de esconderme entre sus brazos, le dije que temía abrir mis ojos, y descubrir que existiera. Él me abrazó, olfateando mis cabellos mientras tarareaba alguna canción de cuna. Keine Angst, keine Angst davor, mein Schatz, dein Opi ist hier mientras secaba mis lágrimas en su hombro derecho y él, aunque quizás no fuera él, invocaba a aves cantoras y coníferas frondosas. Alguna variable sería inconsistente, definitivamente debí haber perdido algo, pero, Achtung!, no preguntes, a ver si vuelves a quedarte sola y sin aquel par de pupilas catatónicamente inmersas en las tuyas.
Por Sissi von Heidler

No hay comentarios:

Publicar un comentario