sábado, 5 de septiembre de 2009

Drittesmundismus


Cerró la puerta con sigilo. Con el sigilo de quien oculta, las pupilas fijas en el corredor que cada vez se hacía más estrecho, oyendo tembloroso los pasos de algún fantasma, algún psicoanalizable miedo de la infancia. Cerró la puerta y se volteó. Un mundo secreto y el corazón en la boca.
¡Cuidado! ¡Los pies, padre Luis, los pies! Si alguien lo descubre, está frito, ¿me entiende? Le cortan las alas de ángel, le mutilan la santidad, se lo llevan los azules, sí, yo les digo azules aunque usted les diga verdes. Le estrujarán los labios, harán jugo con su saliva ebria e inhalarán los restos de mistela. Lo raparán, lo violarán, lo filetearán en sus rituales subterráneos. ¡Cuidado, padre Luis, cuidado!
La oscuridad de la noche. Es inminente, no hay salida, es ahora o nunca. Mira hacia arriba, con el llanto aún en pie y las ganas de guardar aquel instante para siempre. Lo llama, le grita, le tira de las barbas pero él no le responde. Silencio.
Comienza a caminar, con la agonía del desconcierto y el hedor a peligro. Sabe que pisa la alfombra y no sabe nada más. Dios dirá.
¡Cuidado, padre Luis, cuidado! ¡No prenda la luz! ¡Resista, padre Luis, resista!
No debe tropezar, no debe hacer ruido. Un suspiro, una lágrima, un desliz puede sellar su condena y pintar las paredes de escarlata. Pero debe seguir caminando, ¡cuidado, padre Luis, camine despacio!
Padre Luis encontró la cama. Se sienta, el colchón es duro, la pobreza es carne. Mete una mano por debajo del colchón, intenta buscarla, debe estar escondida, caramba, como los ahorros de la nona, no pudo desaparecer así como así.
Sí pudo. Todo pudo desaparecer. Ella también, padre Luis.
¡Le dije que no hiciera ruido! ¡Basta, padre Luis, basta! Échese a dormir, ¡cierre los ojos, por la Virgen Santísima! Búsquela en sus sueños, ahora no es momento, acurrúquese en la almohada y piense en otra cosa. ¡Duerma, Dios Santo, duerma!
Refunfuñó. No entendía, pero obedecía de cualquier manera. Es muy poco aconsejable no hacer caso a ciertas voces, más aún cuando las voces golpetean la conciencia, entran y se adueñan de todo. Hasta del polvo.
Muy bien, padre Luis, muy bien. Ahora, intente dormir… ¡¡No, padre Luis, no!! ¡¿Qué hace?! ¡¡No rece, no rece!! Ellos sienten el olor, sí, lo olfatean, lo inhalan en el aire. Ellos saben, ellos conocen. ¡Los azules vendrán si usted no se deja de repetir el Padrenuestro! Cállese, cállese, por favor.
Padre Luis…
¡¡Padre Luis!! ¡¡Socorro!!
Silencio. Se la llevaron.
Cerró los ojos con sigilo. Con el sigilo de quien teme. Ha quedado solo. El padre Luis tiene miedo, mucho miedo.
Oye pasos disciplinados. Oye gritos de ésos que nacen del fondo de la garganta y que intentan llevarse consigo el alma lejos del sufrimiento. Oye puños, oye risas de macho y el llanto, sí, su llanto. Lo oye todo, todo. Silencio. Unos pocos segundos: porque las lágrimas cesaron de repente y se fundieron en el estallido del fusil.
Sangre, el padre Luis huele sangre. Aquellos desgraciados acaban de matarla. Sangre, cabellos, sangre. El cuerpo no debe estar muy lejos.
El padre Luis se levantó. Caminó hasta la ventana, la abrió con la mayor delicadeza y asomó su cabeza al frío de la noche.
El aire sabía rancio: sabía a muerte.
Distingue un callejón y un bulto al fondo. Se trepa, se sale, echa a correr con la respiración agitada y el corazón exaltado.
Allí, padre Luis, donde el bulto.
¡Aquí, aquí!
Finalmente, la encuentra. Desplomada sobre su propio charco, un agujero en el descubierto pecho –un agujero negro-, las piernas rasguñadas, los ojos entreabiertos.
El padre Luis entiende.
Simplemente se arrodilló y guardó silencio. Bajo el frío, desnuda, toda ensangrentada. Nadie merece morir así.
Ni la voz del padre Luis.

¡Hijo de puta! ¡Cura hijo de puta!
Lo agarraron. Lo sacaron de la cama una madrugada de julio, lo echaron al suelo y lo golpearon como nunca. Uno de ellos lo jaló del cabello.
¡Hablá, hijo de puta, hablá!
El padre Luis no habló. Revolvieron todo, hasta se fijaron por debajo del colchón. Pero no la encontraron: ella no estaba, ella había desaparecido.
¿Dónde está, hijo de puta, dónde está?
El padre Luis no habló. El padre Luis no podía hablar. Los verdes lo tomaron de los brazos. Y él cayó: una ráfaga aguda lo agitó de pies a cabeza.
¡A ver si ahora hablás, hijo de puta!
Ni bien pudo recobrarse, el padre Luis se arrodilló. Y guardó silencio.
La libertad, la memoria, la voz le pedían silencio. Ella le pedía silencio. Argentina le pedía silencio.
Cerró los ojos con orgullo, con el orgullo de quien sabe cuánto dolerá desplomarse sobre su propio charco. Solo, desnudo y todo ensangrentado.

Por Sissi von Heidler

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