
Simulaba ser una flor, pero rápidamente comprendí que era mucho más que un par de pétalos plasmados en una hoja de papel. Trazados concéntricamente, sus pequeños trozos de vendimia se fusionaban unos con otros, llamándose blancos, ciñéndose voluptuosos, y los árboles envolvían a las rosas, las protegían, pero al mismo tiempo las dejaban renacer gloriosas entre tanta paz reminiscente.
Me dijeron que aquello era un ritual milenario, una suerte de necesidad metafísica desde el comienzo de las civilizaciones. Un inocente punto energético, en el que convergen las formas y los colores combinándose, hastiándose, transmitiéndose unos a otros la elegante sincronía del deber. Inmediatamente pensé en eso. Lo Impronunciable acababa de hacerse carne ante mis ojos. ¿Sería otra instintiva explicación de la existencia?
Estaba recordando el Mandala cuando sentí cercándonos –si mal no recuerdo estaba con Fiamma- un azul pastoso, con algún que otro destello dorado, como manteniendo vivas las témperas por obra de algún voluminoso resplandor de los confines más intrínsecos. Y viscerales. Había una pasión intermitente que no dejaba de Buscarlo. En efecto, con sonriente talante, se nos cruzó el padre Gerónimo, o Gervasio, y supuse que el hedor a incienso que portan todos los curas me habría ayudado con aquel precavido análisis. Sin dudas, un acto fallido.
Con el correr de los días, algunas otras presencias comenzaron a llamar la atención de mis ojos, y de pasó está, de mis ventrículos, con cromáticas persistencias. E, indudablemente, no había margen de error: las predicciones tenían un grado cuasi científico de exactitud. Cada vez que esto me ocurre, siento miedo, como si me envolviesen no los árboles, sino los demonios de lo inexplicable, y el camino resulte más andrajoso de lo previsto y no tenga modo de volverme del pantano. La precisión con que es abordada tanto novedosa idiosincrasia es lo más alarmante en toda esta maraña de concepciones descafeinadas: ¿cómo explicar algo que nos lleva hacia la verdad, por un sendero oscurecido, pero que al mismo tiempo está dentro de nosotros?
En Hugo vi un juego de luces naranjas, que convergían en fantásticos ambarinos, miles de soles ardientes que con toda presteza procuraban un poco de su candil. Algunos miércoles con Isabelle era la misma cosa –aunque no iré a negar que de costumbre se redimía en un azul profundo, de alcances celestiales-, y entre ellos intercambiaban finas lluvias de oro, y allí, por encima de sus entrecejos, aquellos fulgores compartidos sin secreto me habían traído la imagen escandalosamente limonada del Creador. Exacto, Dios era un cítrico de exquisito sabor, que nunca podía faltar. Cuando Borges decía que el amarillo era la fuerza de sus días crepusculares, él no hablaba del amarillo como color, sino como la coyuntura misma de todo el brío, falsamente llamado, celestial.
Lo que algún otro personaje corajudo –en el sentido más bizarro de la palabra- definió como una capacidad intuitiva “espeluznante”, yo lo bosquejaría como un capricho de las percepciones más subjetivistas. La encarnación de mis propios prejuicios, y la excusa perfecta para sostenerlos. Es que, he actuado tan inhumanamente con todas aquellas personas que acertaban a llenarme la garganta de humo, y a causa de lo cual mi corazón comenzaba a latir a una velocidad sin precedentes. Ellos eran grises. Ellos eran polvo. Luego de saludarlos agitando mi manecita, mi estómago se contraía en inmanentes convulsiones, y yo los vomitaba. He llegado a ver lombrices. El ojo número tres aún tiene mucho que aprender.
Por Sissi von Heidler
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