sábado, 5 de septiembre de 2009

Derrubio de los fuegos -prostitución y nacionalismo

Allá por Liniers se había subido por última vez al 2, estrenando zapatos rojos de charol y blusa de gasa. El ulular de sus manos dio con el timbre, acá por la 9 de Julio, cerca de los cíclopes cementosos, donde el cuero de exportación se funde con el hedor a curtiembre y lo cosmopolita es estética. Sí, estética murciélago.
Zozobró esplendor entre veredas derruidas, exhalando solfataras cívicas, géiseres proteccionistas, y otros post-vulcanismos dignos de una Reina del Plata. Algo había ocurrido, algún movimiento extraño, alguna erupción extravagante, el fuego, sí, todos sus fuegos amedrentando en su caverna rosácea y puliendo vesubianos las miradas de los transeúntes.
Cartera péndula, aretes sellados, brazaletes cantautores de sonatas de bestiario. Ella alzaba sus ojos, hacia alguna bandera natura y las tantas otras de nurtura, todas de celeste y blanco, cortinas putrefactas, persianas del decoro. El mundo no termina en la 9 de Julio.
Siguió, coleccionando pasos y glissades, passes de couru y pirouettes, hasta llegar a Plaza de Mayo, donde volaban las palomas, donde morían las palomas, donde las palomas confundidas se enredaban entre sus piernas y los picos quedaban emboscados en sus panties. Ella, una vez sentada, miró a su alrededor, con cejas picaneadas, la espalda domesticada, las piernas escondiendo. Y la mezquindad en su gesto, puro el gesto, al sentir fragancias, perfumes nuevos, de váyase a saber dónde. Y aromas, frescura de tamborcillos, palillos, cartelillos, montones de cerillos, chorizos, cáscaras de mandarina caerían en derredor, hasta enjaularla. Pobre muchacha.
Pasaron. Las gargantas escalando, vientos incompletos, sabidurías de harina, huevos, y polizones por doquier.
Levantó sus glúteos del apogeo y se marchó. Aquel mediodía no tenía ganas de ser la virgen encontrada en los espinos.
Fue y ungió sus esperanzas en la catedral. Sus esperanzas canónicas, documentadas, de tesis de universidad. Las posó en uno de los banquillos del Santísimo. Urgió que se elevaran al Cielo con sus lágrimas infundadas, casa sobre arena, arena entra en la casa, la casa destruida por los vientos. Mamma mia, questa regazza! Comenzó, comenzó, para nunca terminar. Volvió, volvió, para nunca partir.
Una estrella fugaz, un haz de luz blanca dejó sus ojitos blindados. Desvariaba. Porque todos sus fuegos sucumbían con los otros fuegos, los fuegos de los otros, los que queman de verdad, los que lastiman la dermis, matan de sed con tan sólo pensar en ellos, fulminan fascinados las coníferas silenciosas. Porque los otros no aprenden de sus fuegos, ni de los derrubios que dejan estos fuegos.
Ella también tenía estos ardores de vez en vez. Algo llamado Dante, quizás –oh, Beatriz, qué nombre le has puesto, frente a estos santos que te miran, estatuillas que te miran, extraños visitantes que te miran, muchachos de sotana que te miran, señores sanmartinianos que te miran y tú, tú hablando de Dante como si fuera la cosa más natural del mundo. Oh, Dante. Tenía ganas de mordisquearlo, como mordisquean los perros, estrujarlo, abrazarlo, besarlo, tener su carne fresquecita, tibiecita entre sus dedos. Y echarse a nadar en sus ojos, pues eran agua, agua eran sus ojos. Soñaba con Dante, hablaba de Dante, sucumbía en Dante.
-¡Remedios!
Ella se volteó. Qué nervios. Alguien la llamaba.
Era el señor de siempre, que siempre la llamaba Remedios, Remeditos, y acariciaba los bucles de su cabello, le tomaba de la mano, le preguntaba por qué olvidaba la peineta.
-¡Remedios! ¡Remedios! ¿Has hecho la escalada?
-Sí, señor, de allí mismo vengo.
-Pues bien, ¿dónde llevas tu peineta?
-Señor, no tengo mi peineta.
-Entonces, dime, Remeditos, ¿qué has hecho con tu peineta?
-Pues nada, señor, nada he hecho con mi peineta.
-¿Te la han robado?
-No, no me la han robado.
-¡Sí! ¡Te la han robado! Deja que le avise a Don José.
-¿A Don José?
-Sí, sí. ¡Don José, Don José, venga que ha habido un problema!
El hombre siguió clamando irrisorio por toda la catedral para que apareciese Don José. Vaya Dios a saber cuál de todos los extraños visitantes, de los muchachos de sotana o de los señores sanmartinianos que miraban a Remedios sería el famoso Don José del que todos hablaban.
Volvió. La olfateó en el silencio. Se hizo a un lado, inclinó sus gafas y examinó la blusa de la muchacha. La soterró con sutileza, tomó de su brassier lo que buscaba –una Medalla Milagrosa- y la tarasqueó con empeño.
-Es de las baratas. Es muy poco. Debes haber escondido la peineta- le dijo el señor, guardándola en uno de sus bolsillos. Ciñó su corbata.
Le acarició un bucle. Le tomó la mano y ella sintió que miles de agujas granodioríticas, recubiertas por nieves eternas, rodeadas de lenguas, glaciales las lenguas, se clavaban en su piel, en su sangre, en su culpa.
-Remedios, Remeditos, ¿qué has hecho con tu peineta?
-Nada, señor, nada he hecho con mi peineta.
-¿Te la han mendigado?
-No, no me la han mendigado.
-¡Sí! ¡Te la han mendigado! Deja que llegue Don José.
El hombre se marchó, rebuznando, con la Medalla Milagrosa entre sus dedos, gorjeando alguna sonata entre bebidas, mordiendo sus pies el polvo de la tristeza. Él quería a Remedios. Pero no podría perdonarla. Todos los fuegos deben ser esgrimidos con prudencia, sin contar los fuegos de quien se ama, por eso la pena es la mayor prueba de amor. La arena que entra en la casa y apaga los fuegos, que cubre el derrubio, no es sino el mayor de los gestos.
Ella cerró los ojos –siempre se cerraban los ojos para esperar a Don José. Vio los colores confluir en ríos nunca vistos, espejo de túneles, túnel de espejos, los chapuzones de algún rayo. Creyó perderse entre nuevos ardores, ardores jamás conocidos, ardores prohibidos, llenos de peligros, proezas de muerte, calabozos, mazmorras. Rasgó un velo, mordió sus labios, contuvo el grito. Ese ardor desconocido, ese fuego subiendo por su cuello, efusión que acuchilla la voz, el canto, las negras liturgias.
Dos manos la sacudieron de repente y se la llevaron de allí. Con los ojos cerrados. Porque al señor se lo esperaba con los ojos cerrados.
Le quitó dignidad a su mejilla izquierda y luego, a su derecha. Le exigió que viese, que no intentase barrerlo de su conciencia.
Ojos pantanosos, surcos profundos, grietas de montaña, su piel hecha añicos. El sudor de mediodía, el incienso su perfume, la boca mascullada. Apuntaba fijo a sus fuegos, sabría de Dante, acertaba a sus ardores con ponzoña escurridiza, flanqueando los límites de las almas, incurriendo a invadir, metiéndose dentro, frotando sus dos manos y luego, acaeciendo lo peor.
-Remeditos, ¿qué has hecho con tu peineta?
Remedios no contestó.
Él continuó. Siempre peor. Y sólo cuando Remedios musitó un lamento, exhausta, dispuesta a ceder, volvió él a inquirir:
-Remeditos, ¿ahora me dirás qué has hecho con tu peineta?
-Nada, Don José, nada he hecho con mi peineta.
-¿La has regalado, Remeditos?
-No, no la he regalado, Don José.
-¿Entonces dónde está?
-En el fuego, Don José, cayó al fuego.
-Ay, Remeditos, Remeditos, cuántas veces te he dicho que no dejaras que cayeran en la hoguera. Cuántas veces hemos hablado que no me ocultases nada, que yo te protegería de esos ardores, de esas comezones calurosas, que no debías ocuparte tú. No debiste callar, Remeditos. Has hecho mal. ¡Y ahora, cómo arreglaremos esto, qué haré con los derrubios!
-Puedo conseguir otra peineta, Don José. Esta tarde, si quiere.
-No, Remeditos, no quiero que te canses demasiado.
-¿Entonces, señor, cómo puedo arreglarlo?
-Te quedarás aquí, Remeditos, aquí mismo. Quien no trae la peineta una vez, nunca volverá a hacerlo. Quien cayó en los fuegos, nunca saldrá de ellos. Pero yo puedo sacarte, Remedios. Puedo dejarte aquí, que el tiempo quite de ti los derrubios. Y aquí, conseguiremos juntos muchas otras peinetas. Si queremos, podemos hacer que vengan a nosotros, ¿sabés, Remeditos? Ve a acostarte, que hoy ya has tenido suficiente y mañana…
Mañana Remeditos seguirá trabajando –escalando, como quieras llamarlo- para Don José.

Por Sissi von Heidler

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